El Garmendia olvidado

Por Salvador Matheus Rodríguez

La literatura venezolana cambiará cuando leamos correctamente a Julio Garmendia y entremos en ese océano profundo que es su obra. Es necesario sentir que nos ahogamos para descubrir una ciudad secreta, amurallada y distinta, que se niega a aceptar su condena al olvido.

¿Y qué es leer correctamente contra el olvido? Creo que ese es el propósito de esta columna o espacio que comienza desde hoy, bajo el nombre de Lectio.

Leer ha sido siempre, para mí, la mayor epifanía para comprender la vida. Eso explica por qué Lectio, pues Michel de Certeau decía que ese es el acto de la experiencia única y profunda de cada lector con una obra.

Yo leo contra el olvido, practico la lectio libri como una forma de vida; un ejercicio que me permite adentrarme en los libros y vivir esa experiencia desde la misma escritura. Así leí por primera vez a don Julio Garmendia, por eso no me he cansado de leerlo y empiezo este espacio reseñándolo, porque aún en esta época, en la que todo parece posible, su obra continúa siendo un enigma dejado, si se quiere, un poco de lado.

Empecemos está lectio sin más preámbulo.

Julio Garmendia era extremadamente discreto pero dejó, quizá sin proponérselo, una obra destinada a convertirse en su portavoz. Una obra que cobra vida cada vez que abrimos alguno de sus libros.

Desde muy joven escribía y queda constancia de su precoz talento en diarios de Caracas. Allí publicó sus primeras ficciones y artículos de crítica literaria en los cuales predominaba un estilo narrativo límpido e irónico. Menciono esto y recuerdo aquella controversia generada después de una serie de artículos donde se elogiaba las obras de los jóvenes autores de la Generación del 18. Libros que más tarde serían atacados por las duras palabras del misterioso señor Manuel Antonio Pedernales. Julio Garmendia es el primero en responderle al crítico a través de cuatro crónicas. Y me atrevería a decir que al menos una de ellas es una auténtica obra de arte:

“El señor Pedernales sueña… Sueña con una literatura hondamente venezolana. Sueña, además, que es crítico; pero no puede dejar de dormir porque el crítico Pedernales está trasnochado. Expone síntesis luminosas, señala nuevos derroteros. Inventa, para predicarle a los jóvenes como norma de arte y de vida, una doctrina fecunda, enaltecedora y generosa.” (El sueño del señor Pedernales, Julio Garmendia, 1924).

Después se descubriría que el señor Pedernales era el pseudónimo que usó Pedro Sotillo, escritor y periodista venezolano, para “sacudir el ambiente literario y evitar que sus jóvenes colegas se pierdan en la autocelebración.” (Buono, G., p.178).

Estas pequeñas batallas literarias siempre me han seducido. Y es que en mi ciudad, Barquisimeto, la misma donde Julio Garmendia pasó su infancia al cuidado de su abuela, gozaba de una página literaria en El Impulso, quizá el diario más importante del estado Lara, donde hasta los primeros años del nuevo siglo se podían leer textos similares que mantenían viva, de alguna forma, la cultura en todas sus expresiones.

Revisando los artículos de Garmendia advierto que su estilo irónico se asemeja a los comentarios punzantes de Roberto Bolaño; el mismo autor al que confieso parafrasear en la primera oración de esta reseña. Ambos son autores que respeto y he leído apasionadamente, sin mayores pretensiones y sin ningún interés que no sea comunicar lo importante que han sido para mí.

Asimismo, considero que Garmendia, guardando las distancias, al igual que Bolaño, tenía un maravilloso oído literario que le ayudaba identificar dónde había talento y dónde no. Y lograban ser tan finos al escribir crítica que el criticado podía pensar, si no leía entre paréntesis, que era un elogio. Pero aquí no vinimos a hablar de Bolaño, solo es una breve licencia que me he tomado, sino de Julio Garmendia. El Garmendia olvidado. Sin embargo, me tomaré el atrevimiento, seguramente equívoco, de compararlo con algunos autores —aunque sus obras no tengan similitudes estilísticas— con la sola intención de que el lector de esta reseña pueda, aunque sea por unos minutos, pensar en lo importante que es Julio Garmendia para la literatura venezolana.

¿Qué leía Julio Garmendia?, esa pregunta me la hice mientras decidía cómo abordar este texto. Y Óscar Sambrano Urdaneta me respondió:

“Lo primero que testimonian los libros conservados por Garmendia es su preferencia por el cuento y la novela, lo que es natural y nada sorprendente. Lo segundo que se advierte, y que sí podría llamar la atención, es que los autores más numerosos son rusos: Antón Chéjov, Fedor Dostoievski, Nicolás Gogol, León Tolstói…” (Sambrano, O., p. XVI, Fondo Editorial Ayacucho).

Por esos azares que nos depara la literatura, en ese momento estaba leyendo Mi vida de Antón Chéjov. Se dice que el autor ruso nunca participó en ningún grupo literario de su entorno y, aunque los respetaba y los leía, no se nota una influencia directa de Tolstói o Dostoievski en su obra.

“De Chéjov no se guardan muchas consideraciones teóricas […] pero como todo buen escritor, su propia obra es suficiente para describirnos el pensamiento artístico de un autor que nunca aceptó del todo, y si lo hizo fue siempre con cierta sorna, el pasado fardo de convertirse en la conciencia del pueblo…” (San Vicente, R., p. 12, 1992).

Julio Garmendia nunca fue un escritor interesado en hacerse notar, aún teniendo las posibilidades, sino que prefería la discreción y hasta lo llegaron a señalar de ser, literalmente, un fantasma. Tampoco se inscribió en ningún movimiento cultural, pero sí dejó su teoría literaria inmersa en su obra. El ejemplo más evidente lo podemos conseguir en El cuento ficticio donde se manifiesta “nada menos que el actual representante y legítimo descendiente y heredero en línea recta de los inverosímiles héroes de Cuentos Azules de que ya no se habla en las historias…” (Garmendia, p.35, 1927). Allí va dejando, según muchos críticos especializados en literatura, su teoría literaria. Y puede ser así. Garmendia se mantuvo coherente en sus opiniones y sabía hacia dónde iba. Sus cuentos son originales: pueden leerse como fantásticos, maravillosos, realistas o humorísticos; todo va a depender del lector y del estado de ánimo que se tenga al momento de leerlo.

Julio Garmendia debería ser el puente de transición para todos los que desean escribir bien y alcanzar una narrativa capaz de cruzar las fronteras. No es descabellado poner a nuestro Garmendia más olvidado al lado de Borges o Chéjov o hasta Kafka. Desconozco si para ese entonces, 1924, en Venezuela se leía a Franz Kafka. De lo que sí estoy seguro es que en El sueño del señor Pedernales quienes mantienen el diálogo que pretende exponer la cerrada mente del crítico son dos cucarachas que ruedan entre unos libros viejos.

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