¡Good bye, Lenin!
Francisco Ardiles
Fuente: Revista Pasajeros del bandido
Hace unos días volví a ver ¡Good bye, Lenin! y me propuse escribir algunas líneas a pesar de la distancia de su estreno. Me reencontré con una película que con los años ha sumado encanto a su belleza y limpidez. Su historia es la de un tejido de separaciones y reencuentros que se va hilvanando en Berlín. Esa estática ciudad que en su momento fue la panacea de las divisiones políticas del mundo bipolar, la cuna de la fractura ideológica más importante del siglo XX. Esa que tan mal administraron los tesoreros de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos de América. Las dos superpotencias que se disputaron el dominio del mundo occidental en ese período que despertó la frustración de la segunda guerra y la ironía de la década de los años noventa.
De alguna forma su tema es un repaso. La reformulación de esa gran polémica generada entre los principios de las revoluciones burguesas y las populares a finales del siglo XVIII. Su tema es el eterno laberinto de lo político y su pregunta la de las veinte mil lochas: ¿Qué es mejor para la felicidad de los hombres: los gobiernos liberales, capitalistas, empresariales y permisivos o, por el contrario, los gobiernos populares, conservadores, socialistas, igualitarios u homogéneos? Esta parece ser la pregunta que nos plantea la película y nos sigue postulando nuestra época. Su respuesta es desoladora porque parece que se nos responde que es imposible saberlo.
La política es la casa en la que vivimos. Gracias a ella vivimos por voluntad u obligación. Por ella vivimos tranquilos, o al menos en paz, o desesperados. Condiciona a los individuos que se agrupan y coexisten. Se desarrolla en determinado momento y lugar. Determina nuestros actos, su legalidad y todos los aspectos de nuestro vivir y convivir. Nuestra forma de pensar, la validez de todos nuestros criterios estéticos, económicos, filiales, amorosos, sexuales, religiosos y hasta ontológicos. Sabemos que lo público y lo privado son esferas que se tocan, se rozan e interactúan por razones políticas.
La distribución de la casa de nuestros padres, la iglesia en medio de la plaza mayor de la ciudad, las luces de la calle, la altura de las vitrinas, la cantidad de hospitales, el color de las losas, el diseño de los edificios, la cantidad de ventanas que lo dividen arbitrariamente, todo es un paisaje que deriva de lo político. Por razones políticas se ha ido a la guerra, se ha abandonado a los empleados, se le ha permitido a los menos enriquecerse a costa de las mayorías. Por razones políticas se ha dividido el mundo y luego se ha vuelto a unificar.
En la trama de la película lo que se divide es una ciudad, es decir, un espacio de libre convivencia donde la gente termina atrapada, asfixiada en el ahogo de sí misma por razones meramente políticas. Por eso es tan importante este aspecto de la condición humana, porque si la política se equivoca nos empobrecemos, comemos poco y mal, perdemos el trabajo y la esperanza, nos coge un infarto, y nos intoxica la miseria del pan cotidiano.
Razones políticas nos separan y nos unen aunque no lo queramos. Es por eso que las paradojas de los sistemas que de alguna manera llevaron la batuta del poder en el siglo XX demostraron que todavía en la entrada del segundo milenio dependemos cada vez más de la política, dado que esta matriarca de dedos invisibles interviene cada vez más y con mayor frecuencia, nos guste o no nos guste, en el ámbito de nuestra vida concreta.
Esta implicación existencial es el tema que de manera más clara se evidencia en el contenido de esta película, puesto que más arriba o más abajo, un poco más allá o más acá de la anécdota que se nos cuenta, está presente. El drama de la familia destruida por la separación producida en Berlín después de la Segunda Guerra Mundial es consecuencia de un dictamen político. El drama que determinó la división alemana y su gente en un momento de la historia, todavía padecido por los excesos de simbolismo, fue también producto de esas circunstancias.
El relato es aparentemente anecdótico. Narra la pequeña historia de una familia que vive los últimos días de esa aberración concreta de la imaginación urbana conocida como el muro de Berlín. En uno de los lados de este muro hay un apartamento donde vive una señora con sus dos hijos. Ella está muy enferma y por tal razón permanece encerrada en su cuarto ignorando lo que está pasando afuera. Sus hijos deciden guardar en secreto la noticia de la caída del muro y hacer todo lo posible para que su madre siga creyendo que todo sigue igual. Se proponen entonces construir un espacio del disimulo, haciendo de su cuarto un escenario en el que se reitere las circunstancias que amoldaron su mente, su Alemania Oriental, su paraíso comunista. Es así como se produce una comedia simulada que termina convirtiéndose en una cosa muy triste. Un relato milagroso se va tejiendo alrededor de un muro que ha desaparecido y al que se van sumando dimensiones, honduras de significados. Esa serie de mentiras piadosas que intervienen en la relación de una madre y un hijo.
Se sabe que a partir de los años noventa el cine alemán ha presentado variadas comedias, regularmente satíricas, ácidas e irónicas, producidas con la finalidad de desnudar los vicios y el modo de vivir que marcó el destino de una sociedad traumatizada por las recurrentes escisiones y reunificaciones gestadas por la posguerra. De esta tendencia temática han salido productos que así como provocan la hilaridad invitan a reflexionar sobre puntos introspectivos y sociológicos interesantes. La doble moral de los agentes del poder, la inadaptación a las nuevas circunstancias económicas que sufre el hombre común, las consecuencias de las disfunciones familiares, el irrespeto intercultural, la xenofobia y el fingimiento como metáfora de la reconciliación, son algunos de los temas desarrollados en el argumento de este rejuvenecido cine.
Otro de los tópicos que también se aborda en la película es el tema de la mentira o de las verdades que van atadas a las mentiras de la historia. Esa vieja compañera, tan vieja como el mundo, o más bien como el hombre, se ha valido de las mentiras para justificar el estado de las cosas. En esta película la mentira está presente en todos los planos de la cultura: la mentira del discurso político, la de la propaganda comercial, la de la demagogia, la de los noticieros, la de la publicidad, la de las teleseries, la de los documentos informativos. Asimismo está presente también la mentira hedónica, la que se inventa por placer, el placer de ejercer esta facultad asombrosa de “decir lo que no es”, crear lo imposible, simular una realidad con la palabra, con la imagen de un mundo cuyo único responsable es el autor.
También aparece la mentira como forma de defensa para resguardar el amor, la tranquilidad del otro, la memoria. La mentira como un arma contra el tiempo, como alma familiar. Y este tópico de la mentira se usa en la película para reafirmar la idea de que desde que apareció el poder de los medios, el fantasma de ese poder impersonal, que llega a las casas sin pedir permiso, nunca se ha mentido tanto y nunca se ha mentido tan masiva y tan totalmente; día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, por medio de la palabra, la radio, el imaginario televisivo y virtual de la tecnología.
En la película dos jóvenes manipulan viejos programas de televisión, con lo cual manipulan el mundo y reeditan la historia a su antojo; de esa forma demuestran cómo todo el progreso técnico puede estar dispuesto al servicio de la mentira. Claro, en el caso de este relato, la mentira está al servicio de la compasión pero independientemente de esto se sostiene que este es un elemento con el cual podemos bañarnos, respirar y hasta someter todos los instantes de la vida. Por lo tanto, no es un error afirmar que en esta película asistimos al desvanecimiento de una concepción de la historia, y a la aceptación de que esta no es más que el producto de una construcción restringida, convencional y manipulada de los hechos.
A pesar de todo lo que hemos dicho en contra de la mentira tenemos que admitir que mentir también es una manera de despedirse. No olvidemos que el reino del arte y de la estética es el de una gestión convencional de la ilusión, es el territorio de una convención que circunscribe los fenómenos delirantes de la ilusión; y que en el caso de los personajes que sufren y conviven en esta obra del director Wolfgang Becker, les brinda por este proceso de la simulación cierto sobre el orden del mundo y les ofrece una forma de sublimación de la ilusión total del mundo que de otro modo los aniquilaría. En fin, creo que debemos pensar que sin mentira no hay ni amor ni construcción ficcional de la naturaleza que sea ni narrativa, ni dramática, ni lírica, ni mucho menos fílmica. El cine en sí mismo es la síntesis definitiva de una gran mentira, necesaria en el sentido de que el cine propone una situación espacial y una duración temporal inexistente pero maravillosa.
En él se conjugan lo finito y lo infinito, lo posible y lo imposible, la sustancia y el cuerpo, lo sensible y lo inteligible, porque en el cine lo inteligible se concreta en un color, en un gesto, en un cielo claro o estrellado, en el paso de un helicóptero que transporta un monumento. En esta película en particular, así como se denuncia oblicuamente una situación contradictoria, también se recrean esos momentos en los que surge la posibilidad de creer en el milagro de lo sagrado. De manera que más que creer en la falsedad de la ilusión del mundo debemos creer en su realidad.