REAL INICIO DE JOSÉ MANUEL COMO PERSONAJE

No deseo ni puedo ocultar la razón que me mueve a escribir el presente relato. ¿Cómo llegó José Manuel a ser tu personaje?, ¿realizó algún casting?, ¿desde cuándo está contigo?; preguntas de algunos lectores que movieron mis recuerdos… hasta allá… hasta esos días lejanos en que… Ah, pero antes de echarles el cuento debo aclararles que José Manuel no es un personaje como cualquier otro, no. Él fue humano en su tiempo, luego pasó –por designios narrativos, ¡ya verán!– a formar parte de mis preocupaciones literarias. Repito: evoco esos días lejanos en que…

«¡José Manuel!: ¿necesitas algo?, ¡cómo dormiste? ¿tienes hambre? ¿qué deseas?; dime, hijo, por favor…» Estas eran las repetidas frases que llegaban cada mañana a los oídos de José Manuel, y que provenían de los labios de Jacinta, su fiel, angustiada y no resignada madre. Como de costumbre, José Manuel no las contestaba, en realidad él no quería contestar nada, pues, el recuerdo de los sucesos de aquel negro día –desde el cual estaba postrado, soldado, sellado a la cama– le impedía mostrar la sonrisa inocente de antaño. Sin embargo, ella no era culpable del accidente, por tanto él se esforzaba por decirle –algunas veces– con aparente tranquilidad: «Sí, madre, estoy bien, solo deseo que no te preocupes; todo se arreglará, soy joven; ya casi muevo un dedo de la mano».

Así transcurrían los larguísimos días del infante desde su obligada posición horizontal; días monótonos y testigos de ilusiones frustradas cuando José Manuel creía haber visto moverse un dedito de sus pies o manos; pero no, los ojos lo engañaban de nuevo: nada con carne se había movido.

Vayamos ahora al amplio salón de cocina de aquella casa campestre: ¿a quién vemos?: a Jacinta –mientras prepara el desayuno líquido de su paralítico y único hijo– queriendo traspasar el techo con la mirada y soltando algunas frases silenciosas: «¡Ayúdalo Dios mío!; ¡te cambio mi vida por su salud!, ¡apiádate de él; es tan joven; sólo con catorce añitos!, ¡haz el milagro!». Con esas súplicas y promesas Jacinta pretendía delegar la responsabilidad y esperar por una gracia celestial no prometida; esperanza que anhelaba ver satisfecha en aquella casa de campo situada en los llanos de Venezuela; lugar ideal que cubría los requerimientos de los médicos que atendieron a su hijo José Manuel desde el primer instante del fatídico accidente: «José Manuel necesita vivir en un clima caluroso; el frío de esta ciudad no mitiga sus ataques asmáticos; además, el fatal accidente profundizó el mal en sus enfermos pulmones».

La exigencia de los galenos fue cumplida vertiginosamente: recién inhumado el cadáver de Santos Manuel (esposo de Jacinta), y dado de alta el joven mediante el dictamen: «El paciente José Manuel, de catorce años, presenta dislocación irreversible de siete vértebras (…) interrupción neuronal… y, en vista de dicho perenne y vegetativo cuadro, se recomienda… la ciencia médica hizo cuanto pudo…», Jacinta vendió a precio de remate la vivienda urbana, y adquirió otra más sencilla, pero muy amplia en los llanos venezolanos. 

De la compra de la nueva vivienda habían transcurrido seis meses, y siete desde aquella atravesada y nublada tarde en que Santos Manuel, luego de bajar la santamaría de su tienda de libros, y con el niño José Manuel como compañía –reunión familiar que se repetía todos los viernes– decidió subir hasta la Av. Cota Mil a fin de eludir la interminable caravana de vehículos atascados en la Av. Francisco de Miranda, especialmente, por ser último de mes y con lluvia constante sobre Caracas. Las nubes oscuras y el ruido de las gruesas gotas encima del latón del techo apagaron los gritos, desesperados, de los dos tripulantes cuando sintieron, en una bajada, que sus cabezas quedaban boca abajo. Un volcamiento muy rápido y poco tiempo para maniobrar: conversaban los dos manueles; el vehículo deslizó su parte trasera; el padre sintió que el volante no le obedecía; quiso frenar por instinto; la rueda delantera derecha mordió la cuneta; el peso metálico arremetió contra la barda defensiva; luego, tres vueltas. Utilizaron soplete para liberar los cuerpos del amasijo de hierro; solo el niño llegó a la clínica con signos vitales.

«Mamá, léeme de nuevo “El Espectro de la Sabana». Con esta petición y otras similares, producidas a diario, el niño obligaba a Jacinta a que le leyera diversos capítulos de la “Doña Bárbara” de Gallegos. Pero aquí entre nos, lector: ¿verdad que no es común que a un niño cuadrapléjico se le ocurran tales pedimentos? No, no lo es. Sin embargo, las solicitudes literarias de José Manuel sí guardaban un sustento muy justificable: su padre, Santos Manuel, era ávido y amante lector de la obra galleguiana, por tanto, en sus dilatadas conversas con el hijo, siempre procuraba incorporar alguna frase o situación relevantes de cualquier cuento o novela del ilustre maestro: «Todavía no comprendo por qué Gallegos no obtuvo el premio Nobel con “Doña Bárbara”, si… si es ¡perfecta!; o: ¿verdad que el desenlace de “Los Inmigrantes” es espectacular?». Entonces, muy, pero muy casualmente, ese era el tema que conversaban padre e hijo cuando el volcamiento. Y ¡esas!, esas eran las imágenes y ecos paternos que martillaban el incipiente entender del joven, los cuales, sumados al perenne cuadro vegetativo del cuerpecillo, sumíanle en confusos y rabiantes pensamientos. Ahora bien, puede ser –especulando, por supuesto– que dicha impotencia haya sido la causa del sueño ¡¿sueño?! del niño José Manuel, el cual relataré:

Un hombre sesentón de cejas pobladas, mirada grave, calva pronunciada, figura rellena, tez morena clara y con voz teñida de amistad, decía al pie de la cama:

–Hola José Manuel, ¿me reconoces?

–¡Claro que sí!, ¡tienes que ser…!; ¡así te pintó papá!

–Entonces –dijo el adulto– ¡comencemos!

En escasos dos minutos –cual si existiera acuerdo previo– se formó entre ambos un cerco cordial; ese que nunca sabemos cuándo se inicia; pero al que reconocemos cuando nos vemos en su interior.

–¿Por qué no obtuviste el Nobel si… si es ¡perfecta!?

–El Nobel es un premio muy importante –dijo el anciano–; pero no es el único galardón de un escritor; me conformo con el trofeo que tú me obsequias.

–Maestro: quiero escribir, reformar cualquier capítulo que pueda haber sido considerado cual falla para negarte el premio.

–¿Sabes, José Manuel?: no creo que los personajes estén de acuerdo en modificarla. Jajaja; ellos están acostumbrados a la forma narrativa original; ¡si supieras cuánto la disfrutan. El visitante sesentón no pudo evitar que sus ojos recorrieran el, cada vez más, enflaquecido cuerpo del infante; tampoco logró contener la humedad visual. Tomó la casi fría mano del joven y le susurró al oído:

Levántate; ven; conozcamos a quienes hicieron mi novela–. Caminaron en silencio a través de un largo y oscuro pasillo. Al acercarse al final del túnel pequeñas luces empezaban a titilar y se agrandaban. Una luz brillante, otra, varias, muchas que alumbraban el espacioso ambiente campestre donde llegaban los dos visitantes. Allí, enfrente del entusiasmado y estupefacto niño: miles de árboles tupidos, muchos caballos, muchos peones, muchos…, y una maltrecha vivienda donde conversaban –nada más y nada menos que– Santos Luzardo y Lorenzo Barquero. Sumamente atento José Manuel, y agarrándose fuertemente de la mano de su anciano guía, escuchaba las palabras que él se sabía de memoria: Lo de la imposibilidad de matar al centauro que llevamos dentro; lo de la advertencia para que Luzardo no terminara igual a los “dormidos” por los encantos de “La Doña”; lo de…

Tal vez un segundo, tal vez 200 transcurrieron antes de que el maestro cambiara el escenario. Ahora el niño podía ver a Barbarita y Luzardo sentados dentro de otra vivienda, y afuera a la dueña de “El Miedo”, escondida y apuntándoles con un arma. José Manuel sabía que ella no dispararía; que el juicio de la madre la llevaría a permitir a la hija vivir su propia ilusión.

El pequeño visitante no necesitó ratificar lo que siempre sostuvo; solo expresó: ¡es perfecta! Cerró los ojos, pensó, pensaba… Al abrirlos observó que muchas personas se le acercaban. El círculo se fue angostando tanto que ahora sí podía ver las lágrimas en los muchos pares de ojos. Una voz sobresalió del grupo:

–¡Soy Pajarote!; aquel es Carmelito; este, Balbino Paiva –decía señalando a quien nombraba– este de acá, Santos Luzardo; el Bachiller; Barbarita… ¡míranos! Estamos muy orgullosos de ser los personajes de “Doña Bárbara”, y muy conformes con su estructura y redacción. Dices que es perfecta, sin embargo deseas modificarla, ¿por qué? ¿solo por no obtener un Nobel? ¡Vamos!: no seas iluso; un premio no legitima una obra. ¿Estás consciente del grave daño que se produciría si el Nobel que deseas se consolida?: miles de lectores correrían en loca carrera para adquirir un ejemplar; harían ediciones lujosas: pero, todo por leer algo galardonado, no porque anhelen comprender cuanto el maestro quiso plasmar, y… ¿sabes?: eso sería muy triste para nosotros los personajes. ¡Mira!, mira allá detrás de aquella cerca; aquel gordito. Jajaja, es Sancho Panza; ¿crees que él está triste por no estar dentro de una obra ganadora de un Nobel? ¡No!; ¿qué te parece si, en lugar de estar solicitando premios para una obra que de por sí está completa, te dedicas a darle un premio a tu madre Jacinta? Ella sufrió mucho con la muerte de tu padre. Ya no es la misma; sus comodidades las perdió cuando vendió la casa de Caracas. ¡Obsérvala!: llorando, pidiendo a Dios por tu recuperación a pesar de saber de tu cuadro paralítico incurable. Ella es joven; todavía puede rehacer su vida; tener nuevos hijos, y olvidar la pesadilla que le ha tocado vivir. ¿Por qué no la liberas?; tienes la oportunidad; solo con quedarte en este lado del mundo, en el terreno de los personajes, le quitarías el sufrimiento. Además, aquí volverías a nacer, tendrías movimiento en tus miembros como sucede en estos momentos, y podrás, con nuestra ayuda, ser el personaje de algún narrador del siglo XXI, y, encima: vivirás la maravillosa experiencia de sentir el calor verdadero de la obra monumental del Maestro; ¿quieres pensarlo?

Jacinta, desde este lado del mundo, del “super lógico”, contemplaba, impávida, el cada vez más frío cuerpecito de su hijo; observaba los labios de José Manuel, cuya semi sonrisa pintaba un final satisfecho. Ella descansó ante el descanso de su chiquillo. Súbitamente ingresó un vecino con algo en la mano: «Perdone misia Jacinta por estorbar sus rezos. Allá fuera, un hombre calvo y sesentón me entregó este sobre para usted». Jacinta leyó:

Dormir profundo no es irse // y mucho menos morirse // quien vivió catorce años // aunque parezcan poquitos // vivió tan intensamente // que escudriñó a los autores // y estando en ese suspenso // viendo sufrir a su madre // decidió cruzar el puente // para vivir entre pobres // con personajes y Lores // siempre al lado de su padre.  R. G.

Capítulo extraído del libro José Manuel, el polifacético personaje del siglo XXI. Fundación Editorial El perro y la rana, 2010.

Carlos Alberto Zambrano (Edo. Mérida, Venezuela). Abogado y licenciado en Letras, ambos títulos obtenidos en la Universidad Central de Venezuela. Como escritor, Zambrano ha transitado por el ensayo político y la narrativa, destacando en este último género su novela Las hormiguillas.