Yanuva León: “Yo crecí entre bromelias”

Como decir cántaro

Por: José Miguel Méndez

Cuando abrimos un libro se despierta la curiosidad y procuramos descifrar sus enigmas, su misterio. Me gustaría que hablaras de tu obra. ¿De dónde viene Como decir cántaro?

Es un poemario que demoró muchos años en proceso de gestación, más de una década. Allí hay poemas, incluso, de cuando aún no había terminado de salir de esa etapa a la que llaman adolescencia; muy pocos, tal vez un par, porque el resto de poemas que escribí por aquel tiempo los borré de la faz de la tierra para bien de la humanidad. Lo mejor de esa compilación poética, aunque nadie lo advierta, es la cantidad de piezas que no están, que deseché. En definitiva es un libro que más o menos recoge las metamorfosis de las personas que me habitaron y en gran medida me atormentaron a lo largo de muchos años, en mi primera juventud, si se quiere. Como decir cántaro, así, sin acento en como, porque no se trata de una pregunta sino de una comparación, es una obra a la que me costó mucho dar forma, es realmente la enunciación de una necesidad: poder definir mi angustia vital, esa que me potencia como ser, que estimula mis fueros intelectuales y, sobre todo, que me concede un lugar en el mundo. No me atrevo, tres años después de su publicación, a asegurar que ya tengo absolutamente identificada esa angustia, pero sí puedo afirmar con certeza que esos poemas comportaron un tránsito indispensable para descubrir que no estoy vacía de ella, que de a poco la voy vislumbrando y que a fuerza de trabajo se irá vivificando: tiene que ver con el hecho de qué, por qué, cómo y a quiénes decir. Sé que para algunos puede sonar absurda la intención de vivificar una angustia, pero cobra sentido cuando se piensa que se trata de identificar y mantener el carburante de la propia existencia, tanto en términos materiales como metafísicos.

El poema “Chocolate con queso para mi nieta”, es una poética metaficcional. Por un lado ese afán de volver a las entrañas de un abuelo, y por otro lado, esa forma de retratar a un “colombiano de plátano sin Colombia”. ¿Hay conexión entre la realidad anhelada de tu abuelo y la realidad de una Colombia que históricamente se ha enfrentado a un conflicto armado?

Ese poema es una crónica poética, una añoranza por encarnar la memoria y la ética de una persona desde el lenguaje. Es parte de la historia de mi abuelo paterno, quien, junto a mi abuela, me criaron a mí y a mi hermana. Ambos padecieron una vida que no merecían, como no la merecen tantos millones de colombianos y en general miles de millones de desposeídos en el mundo. Mis abuelos compartieron una vida llena de penurias, de injusticias, de trágicas experiencias: desplazamientos, despojos, explotación, discriminación, hambre, miserias. Por supuesto que en el caso de ellos toda esta cadena de infortunios tuvo que ver directamente con la historia de Colombia, donde nacieron y crecieron en condiciones de severa pobreza. Los desmanes del poder político ‒que es lo mismo que decir el poder económico‒ colombiano, desde el nacimiento de esa República en el siglo XIX, han estado enfilados siempre contra el pueblo: los campesinos, los obreros, como diría Alí: los descamisados. A pesar de todo eso mis abuelos abrieron un enorme hueco a aquella realidad hostil y lo acondicionaron, aquí en Venezuela, para alivio de mi padre y algunos tíos, en principio, y luego para bienestar mío y de mi hermana. Pero no cometieron el error de encapsularme en una burbuja, me dijeron con detalle de dónde vengo, todo lo que ha tenido que pasar para que yo sea. Ese poema intenta prefigurar algo de eso, pero por supuesto queda demasiado por decir, es mi gran deuda de siglos.

En tu obra hay una división de tres segmentos, un portalón inicial titulado “Decir memoria”, luego “Decir cuerpo”, y por último “Decir palabra”. ¿Cada segmento es una etapa poética?

No. No tiene que ver con etapas de mi proceso creativo, en lo absoluto. Es, sí, un intento de clasificación para revestir de orden un reguero de poemas escritos, como te comenté, en diferentes momentos de una larga década. Esa estructura se la debo en gran medida a Dannybal Reyes, quien fue el editor del libro. Él se enfrentó a la difícil tarea de concebir un andamio que sostuviera sólidamente los fragmentos de una cosa que no nació completa. Él identificó esas tres tendencias en mi poética: la de rememorar, la de acudir hacia lo concreto y sensorial, y la de asumirme lenguaje. Cuando me mostró el libro unificado bajo ese criterio, acepté finalmente su condición de obra, admito que me sorprendí y me emocioné. La verdad fue como plantarme frente a un espejo por primera vez. María Alejandra Rojas me ayudó en la etapa previa, me animó toda vez que desistí, ella evitó que mandara al infierno de los poemas varios de esos que hoy componen (ya para siempre) el poemario, porque estuve en un ciclo de purificación (si se quiere) implacable, obsesivo, creo que apenas una tercera parte de lo que había escrito, y había sobrevivido ya a pequeñas purgas, logró mi aceptación.

En tu obra existe una poética erótica que se mezcla con los elementos propios del campo y sus frutos. ¿Cómo juega el erotismo dentro de tu discurso poético?

Confieso que de todos los elementos que pudiera identificar con cierta seguridad como edificadores de ese poemario, no me atrevería a mencionar el erotismo. Sin embargo, varias personas me han comentado que encuentran algo de sensualidad y sobre todo un marcado tono femenino, esto último la verdad no he sabido cómo interpretarlo. En definitiva lo que me llama la atención es que no se refieren a poemas en específico ‒porque soy consciente de que unos pocos tienen imágenes con una marcada carga erótica‒, sino que lo perciben en el libro como unidad, como discurso aglutinante.

En tu poética existe un escudriñar no tan urbano, es decir, siento más la naturaleza del campo, me impresiona que una poeta que vive en el bullicio y el smog de la urbe caraqueña retrata otros panoramas, otras perspectivas que se desplazan al campo. ¿Recurrir al campo en tu obra es una forma de escape o una añoranza?

Mis abuelos paternos practicaron muchos oficios, entre ellos la jardinería y la floricultura. Durante los últimos años de vida de mi abuelo se dedicaron a esa hermosa labor en un enorme vivero, propiedad de un alemán que los explotó hasta que el cuerpo no les dio para más. Lo cierto es que gracias a eso, a finales del siglo XX y a poca distancia de la metrópoli capitalina, yo crecí entre bromelias, calas, orquídeas de muchos tipos, aves del paraíso, naranjos, mandarinos, guayabos, aguacates, matas de cambur, lagartijas, sapos, saltamontes, arañas, hormigas, gigantescos tanques de agua, mangueras, tierra, cascajo, helechos, montañas de macetas de todos los tamaños: desde las diminutas que cabían en la palma de mi mano, hasta las más descomunales donde cabíamos juntas mi hermana y yo, y aún sobraba espacio para nuestra pesada felicidad. Así que mientras mis abuelos soportaban el ardor de faenas de duro trabajo, sin sentarse, con el sol a horcajadas sobre ellos, inhalando y exhalando sustancias tóxicas que se tragaban sus energías vitales, desprovistos de los más básicos medios de protección para engordar las arcas del fulano alemán, mi hermana y yo correteábamos por debajo de hileras de mesones que sostenían cientos de semilleros, reptábamos sobre alfombras de grava, subíamos y bajábamos en bicicleta fabulando que éramos vaqueras cabalgando veloces caballos, coleccionábamos insectos en frascos de vidrios, dejábamos el cuero de las rodillas pegado de las cortezas de los árboles. En fin, podría demorar horas narrándote aquellos días de mi infancia, pero entiendo que corro el riesgo de ser cursi y aburrida. Esas experiencias, además de los relatos de mis abuelos sobre sus respectivas infancias en el campo, determinaron, obviamente, el aliento bucólico de Como decir cántaro.

¿Cuál es el papel y los retos del poeta ante esta crisis y ante la oleada de violencia que estamos viviendo en el país? ¿Cómo se puede asumir desde la literatura este momento difícil que vive Venezuela?

Esas preguntas no dejan de atormentarme. Yo me cuestiono, en lo particular, mi papel, el rol que debo asumir. Escribir es lo único que sé hacer y desde la escritura es que advengo como sujeto político. Entiendo que el reto primeramente está en leer la realidad lo más objetivamente que se pueda, y comprender que somos piezas activas del acontecer. La poesía debe estar del lado de la paz. Mi poética está volcada toda contra los horrores de este sistema que como un abultado insecto succiona el ánima de todos los pobres de la tierra, que engulló sin clemencia los pulmones de mi abuelo, por ejemplo,  que devoró el hígado de mi abuela. Yo, ni como ciudadana, ni como mujer, ni como poeta, estaré nunca del lado de los que convocan a incendiar un país al mismo tiempo que detentan los privilegios de ser dueños de los medios de producción. Yo sé muy bien que el dueño del vivero donde crecí no hacía que florecieran las orquídeas, quienes las hacían florecer eran los floricultores, ellos se entregaban con devoción y sudaron para que ellas abrieran sus colores a la vida. Como yo sé eso, sé también que el giro neoliberal llevaría este barco al más aparatoso hundimiento.

Para cerrar, si tuvieras una biblioteca donde solamente cupieran 5 libros de tus escritores favoritos, ¿cuáles escogerías?

Para el caso, 5 es un número tan reducido que me da vértigo. Pero acepto el reto imaginativo que propones. Creo que escogería Cien años de soledad de Gabriel García Márquez; Don Quijote de la Mancha de Cervantes; Los desposeídos de Ursula Le Guin; Molloy de Samuel Beckett, y La Íliada, de Homero. Igual te advierto, si me preguntaras esto nuevamente mañana, de seguro nombraría otros cinco, y así cada vez que volvieras a preguntarme.